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Con él

Conto de Lucas Guitián Sarria

 

Tenía ocho o nueve años cuando entré por primera vez en el estadio. Me agarraba una mano firme pero cariñosa. Con nuestras respectivas bufandas subimos hasta la zona donde mi acompañante llevaba sentándose más de treinta años. Me soltó y me dijo:
− Te vas a sentar donde se sentaba el abuelo.
No me acuerdo muy bien lo qué pasó durante el partido, me parece que ganamos. Sí recuerdo la sensación que viví al ver a la gente gritando, saltando y animando al equipo de la ciudad.
Ese día algo empezó. Algo que iba a acompañarme muchos años.

Fui amontonando sonrisas con las victorias. Algún que otro llanto, al principio, de pequeño, pero sobre todo miles y miles de momentos con mi equipo, mi gente y el que estaba a mi lado.
En aquella grada también se forjó nuestra complicidad. Única, filial. Miradas tiernas que no necesitaban palabra alguna. Una mano apoyada en el hombro para decir: no pasa nada, el próximo lo ganamos. Una mueca porque algún delantero había fallado por milímetros. El brillo en los ojos cuando alguno de los nuestros marcaba o simplemente regateaba con clase y criterio al rival.

Pasaban los años y mi amor por el fútbol seguía creciendo. Mi equipo se fue convirtiendo casi en un miembro más de la familia. Como un hermano mayor. A veces me enfadaba, me ponía de mal humor, me inquietaba. Otras, me divertía, me regalaba sonrisas, me proporcionaba una energía que hasta el partido siguiente no decaía. Eso sí, cuando llegaba el siguiente, la tensión, los nervios y hasta el miedo volvían. El pitido final me liberaba o me hundía en una depresión que sólo mi acompañante sabía cómo calmar.

Los días de derrota volvíamos a casa sin hablar. El camino al estadio, que dos horas antes era el más bonito del mundo, se convertía entonces en viacrucis. Ambos sabíamos que esa noche no seríamos la mejor compañía para la que nos esperaba en casa.

Cuando me fui a otra ciudad -al entrar en la universidad- le prometí que cada quince días volvería para acompañarlo. Me sonrió y me abrazó. Fue una de las pocas promesas que siempre cumplí.
Cuando estaba en segundo año vivimos lo que siempre habíamos soñado, nuestro equipo se puso líder en la duodécima jornada. Fue aguantando y aguantando hasta el final. Quedaba el último partido. Si ganábamos nos proclamaríamos campeones de liga. Sólo con decirlo ya me emocionaba, y veía que él también.
Salimos temprano y por el camino no parábamos de hacer cálculos. Todos innecesarios si los nuestros acertaban con la portería contraria y nuestro portero tenía su tarde.

A los cuatro minutos de partido nos pusimos por delante en el marcador. Fue tras un córner y un cabezazo en el primer palo. Al final, dos cero y ¡campeones! El sueño de niño se hacía realidad.
Viví ese momento con él. Gritando y alentando a los nuestros durante noventa largos minutos. Hasta que García Aranda pitó el final. En ese preciso instante le vi resbalar una lágrima por la mejilla. Me dijo despacito entre el jolgorio:
− Que feliz estaría si hubiese visto esto.
Como yo estaba como loco no presté mucha atención. Estaba deseando saltar al césped. Abrazar a los jugadores, al entrenador, al presidente. Dar las gracias por tanta felicidad. No presté atención.

La ciudad era una fiesta. En las calles todo era alegría, los coches pasaban pitando, yo agitaba mi bufanda y reía. Reía tontamente como se ríe uno cuando está medio borracho. Él también se veía bien, aunque con un no sé qué melancólico.
Tardamos más que nunca en volver a casa y al llegar se fue directo al dormitorio. Allí estuvo varios minutos. Cenamos y yo volví a la calle para celebrarlo con los amigos del barrio. Me dijo que prefería quedar en casa.
No sé a qué hora regresé. Allí estaba en el sillón del salón mirando unas fotos.

Las temporadas siguientes presenciamos grandes noches de fútbol con la Champions. Momentos inolvidables con remontadas incluidas. Derbis ganados. Disfrutamos de grandes jugadores internacionales que llevaban nuestra camiseta.
− Ahora todos saben dónde está nuestra ciudad gracias al fútbol− le decía. Y me imaginaba llegar a lo más alto, al santo Grial, la Champions.
Me sonreía tiernamente y pronunciaba las sabias palabras del zorro “ojo con la fiesta que te la quitan de los fuciños”
Cuánta razón tenía.

Toda esa felicidad, los triunfos en Manchester, en Múnich, en el Parque de los Príncipes, en Turín… duró hasta que una triste noche llegó el temido descenso.
Llevábamos enfilando tantas victorias, o por lo menos tantos buenos resultados desde principios de los noventa, que ya casi todas las gradas habían olvidado de donde veníamos. El pequeño club que habíamos convertido en toda una referencia a nivel nacional y europeo bajaba a segunda. Veinte años de alegría y ahora tocaba sufrir.

 

Lucas Guitián Sarria.

 

 

En la división de plata todo fue más complicado. Resultados muy parejos con equipos más o menos del mismo nivel. Una guerra continua, larga… muy larga. Había que cosechar siempre un resultado positivo para esperar volver.
Cada semana al finalizar el encuentro escuchábamos en la radio los resultados de los demás. Hacíamos cálculos, previsiones, suposiciones. Nos mirábamos sin formular lo que ambos sabíamos, iba a ser complicado, muy complicado.
Y lo fue. Aunque al final lo conseguimos.

No fue una fiesta como cuando logramos el título o las dos copas en el Bernabéu. Fue simplemente un alivio. Un bálsamo con el que apaciguar tanta tensión acumulada. Respirábamos aire fresco y recuperábamos la esperanza de volver a vibrar y vivir de nuevo momentos históricos.
Desgraciadamente, nada de eso ocurrió. Desde que regresamos volvimos a descender y volvimos a subir. Y de nuevo a descender. Ya nada parecía ser como antes. Se nos acumulaban los problemas dentro y fuera del terreno de juego.
Ya nada sería como antes.

Hace quince días fui por primera vez solo al estadio. Y por primera vez el resultado no me importaba. Es más, por primera vez lo hubiese cambiado por cinco minutos de tiempo adicional con él a mi lado.
Hace quince días me di cuenta que una victoria no es nada. No es nada sin él. Me había transmitido su amor por el fútbol y el orgullo de ser del mismo equipo.
Hace quince días descubrí que nada amaba tanto como estar con ese señor que de pequeño me llevaba agarradito de la mano al estadio. Ese padre con el que había crecido y compartido miles de momentos felices. Simplemente estando a su lado.
Hace quince días, al sentarme en la grada, una lágrima resbaló por mi mejilla. Era idéntica a la suya aquel 19 de mayo del 2000.

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